Educación Física y Ciencia, 2004/2005, vol. 7, p. 68-86. ISSN 2314-2561
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Educación Física.

Artículo/Article

Cuerpo y contracuerpo: la historicidad de las producciones corporales y el sentido de la Educación Física

Miguel Vicente Pedraz

Universidad de León, España


A modo de introducción: la mierda y el cuerpo

Hace pocas jornadas se celebró en España un Congreso sobre Historia de la Mierda. Entre mis colegas -casi todos ellos del área de educación física y deportiva- fue comentado no sin ánimo jocoso y bufón. Aunque hubiera deseado asistir, no pude hacerlo por limpias ocupaciones profesionales: estaba comprometido, desde hacía tiempo, en la participación de otro congreso, en este caso sobre Historia de la Educación Física, coincidente con aquél en el tiempo. Tal coincidencia fue comentada y aunque un congreso de Historia de la Educación Física constituye una rareza que no deja de producir aspavientos entre muchos profesionales del campo, se tolera e incluso se entiende. Nada que ver con la reacción que provoca la historización de la mierda.

No parece que sea comparable el tratamiento, a veces escolar, del cuerpo a lo largo de la historia con las operaciones que secularmente se han hecho con la mierda, aunque cabe establecer ciertas similitudes: al principio la mierda no existía, al menos como tal, después se amontonaba, luego se escondía, ahora se pesa, se mide, se clasifica y, lo que vale, se re-cicla; por su parte los cuerpos de los escolares, al principio no existían, luego se hacinaban, después se escamoteaban, ahora se pesan, se miden y se clasifican, de modo que los que no valen se apartan definitivamente o si aún pueden aportar algún valor de rendimiento añadido se re-orientan.

De todos modos, y aunque cuerpo y mierda parecen dos productos de nuestra civilización condenados a una relación de buena vecindad, no parece, repito, que sean del todo comparables. Tampoco, el tratamiento de aquel a lo largo de siglos de civilización con el tratamiento y uso de los desperdicios y residuos que la vivencia y la convivencia humana producen.

En todo caso, propuse a mis colegas una reflexión que quizás nos permita tomar cierta distancia, no con la mierda y su tratamiento, sino con el cuerpo y la educación física; un distancia que nos permita analizarla desde otros puntos de vista menos emotivos, más críticos y, quizás, otorgarle otro sentido a la propia historia de la educación física: imaginemos que en una ciudad mediana -no digo ya en todo un país- se ponen en huelga durante dos meses todos los operarios de la mierda, desde los limpiadores domésticos hasta los barrenderos, los recogedores de basuras urbanas, los recicladores de desperdicios, los oficiales de potabilizadoras, los mantenedores de conducciones, suministradores de productos de limpieza, etc. Comparemos el asunto con lo que podría suponer que todos los profesores de educación física se pusieran en huelga no dos meses, sino dos años, o cuatro, o diez. Qué sucedería en uno y otro caso? No me refiero al grado de conflictividad laboral, sino a los efectos palpables y no palpables sobre cada uno de nosotros y sobre lo colectivo; sobre nuestro propio cuerpo.

En torno al cuerpo como símbolo de nuestro tiempo

A pesar de que las condiciones materiales propias de la vida moderna han minimizado la importancia de las producciones corporales -aseguradas cada vez más, por una tecnología digital, por realidades virtuales y se podría decir imaginarias-, la materialidad corporal, así como las valoraciones éticas y estéticas a las que da lugar la fisonomía (o, por mejor decir, la apariencia), continúa siendo una de las referencias más cotidianas y accesibles, una de las más cercanas, a partir de cuyo gobierno se configura nuestra economía afectiva, nuestra actividad práctica y nuestra experiencia.

Medida simbólica de todas las cosas, la imagen pública de la apariencia (y hasta la imagen privada) se muestra cada vez más, como un eje sobre el que gira buena parte de los discursos sociales de lo real; un eje de representación del yo siempre presente en la conciencia, si es que el propio cuerpo no es la conciencia misma. A este respecto, se puede decir que, aunque el cuerpo siempre fue culturalmente relevante, en las últimas décadas ha adquirido una renovada importancia que se constata, por un lado, en el inusitado incremento de publicaciones dedicadas a la imagen del cuerpo desde ámbitos tan diversos como la filosofía o la medicina, pasando por la historia, la sociología o la antropología y, por otro, en el incremento de prácticas sociales en torno al cuidado y a su presentación en sociedad. No es difícil comprobar cómo dicho incremento afecta no sólo a unos pocos sectores de la sociedad sino que alcanza a transformar gestos y gustos, apariencias y costumbres, prácticas y representaciones de amplísimas capas sociales, muchos de cuyos miembros han empezado a tomar conciencia, por lo menos conciencia práctica, del sentido de la corporeidad como mediador en las relaciones sociales.

Una mirada atenta ante el panorama que se abre delante nosotros cuando contemplamos la magnífica eclosión de manifestaciones en las que se expresa el ritual de la metamorfosis del cuerpo -antonomasia del poder que ejerce la imagen- nos conduce a pensar, casi ineludiblemente, que la multiplicación de formas y apariencias corporales en nuestra sociedad es, en algún grado, el resultado de la democratización del derecho a la rectificación del cuerpo; privilegio antes de unos pocos. Una democratización que se pone de relieve en el empleo cada vez más común de marcadores somáticos de identidad, a veces efímeros como la cosmética, a veces indelebles como el tatuaje, pero también en la proliferación de prácticas sobre el cuerpo destinadas a modificar y reformar su fisonomía, y con ella, muy a menudo, el narcisismo contrariado: desde la actividad física compulsiva hasta la modificación quirúrgica, pasando por toda clase de dietas y consumos médicos o farmacéuticos en torno a la imagen. Y si atendemos a lo que anuncian los diarios y la televisión -medida inequívoca de sus proporciones- lo podríamos corroborar.

No obstante, cuando hacemos un análisis de la sociedad que nos toca vivir, no nos parece suficiente poner de manifiesto la importancia que ha adquirido la imagen del cuerpo; ni, tampoco, basándonos en estas comprobaciones, subrayar que la imagen del cuerpo es una seña de identidad de nuestra cultura o de nuestro tiempo. Tales expresiones, si bien encierran hechos constatables, no dejan de constituirse como meras generalizaciones que hacen homogéneo lo que es heterogéneo y que, por añadidura, vacían la exploración histórica y el diagnóstico sociológico en torno al cuerpo de todo su contenido político. En efecto, conceptos como nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestro tiempo son utilizados retóricamente por los medios de comunicación y a menudo por los medios académicos de modo que tienden a presentar la sociedad como algo compacto; la cultura, como algo común e indiferenciado; esta y todas las épocas, como algo uniforme y en cuyo interior no hay rupturas ni, sobre todo, conflictos: violenta anulación de la diferencia.

Sin embargo, ni la sociedad es compacta, ni la cultura un capital común e indiferenciado. Tampoco las condiciones de vida de cada época y ni siquiera sus definidores son el resultado de una construcción homogénea en la que todos participan de manera equilibrada. El relativismo cultural y la teoría crítica nos advierten del carácter históricamente construido de la realidad y de cómo esta, en tanto que construida, presenta una gran heterogeneidad ya sea entendida como respuestas diferentes a condiciones materiales distintas o como la resultante de fracturas sociales y de relaciones de poder. Si el relativismo cultural pone el énfasis en la lógica de la diversidad, la teoría crítica lo pone en la lógica de la desigualdad; ambas, en todo caso, inciden en el rescate de la diferencia que la razón técnica sustrae más o menos veladamente a través de los conceptos universales: operación y resultado, casi siempre perverso, de la razón instrumental. Una y otra, diversidad y desigualdad, entendidas siquiera como tensiones entre cultura y subcultura -o entre cultura dominante y cultura no dominante-, expresan la distancia entre quienes pertenecen a una fracción hegemónica de la sociedad y quienes no pertenecen a ella. Si queremos salvar esta distancia, cuando menos se hace necesario tratar no tanto del cuerpo como de los cuerpos.

Nosotros frente al cuerpo hablamos de los cuerpos; y si de resumir se trata, hablamos de cuerpo y contracuerpo. Porque lejos de que la relevancia social de la imagen constituya una característica universal, común y generalizada y, mucho menos, un síntoma de la extensión igualitaria y libre de las posibilidades de actuación sobre ella, revela que las fracturas sociales y culturales abiertas en el proceso de construcción histórica hacen presa especialmente en la actuación sobre los cuerpos. Antes que un signo de democratización de los imaginarios y usos corporales, el advenimiento de esta especie de compulsión a la rectificación de la imagen -en la que los tratamientos antiage parecen paradigmáticos- constituye una expresión privilegiada, se puede decir, de los mecanismos mediante los cuales el poder atraviesa los cuerpos y se inscribe en ellos estableciendo el universo posible y deseable de la apariencia y de los gestos. Un universo que, de acuerdo con el orden hegemónico y el orden de la distinción que los define, parece destinado a perpetuar el ejercicio de la dominación cultural.

El estudio comparado de los usos y las representaciones del cuerpo a lo largo de la historia nos permite constatar que las divisiones sociales se revelan de forma tanto más definida cuanto mejor expresaban polaridades corporales. Pensemos, por ejemplo, en el empleo de metáforas organicistas que desde la antigüedad fueron utilizadas para definir el orden político; pensemos en la escenografía mesurada que siempre ha caracterizado a la nobleza de corte frente a la vehemencia gestual del populacho; pensemos en las figuras fisiognómicas que también tradicionalmente han sido empleadas incluso por la cultura popular para exaltar o estigmatizar moralmente a grupos e individuos; pensemos en la ponderación de las diferencias sexuales para legitimar la dominación masculina; pensemos, cómo no, en el imaginario de la vida culta y saludable asentado en prácticas eurocéntricas a menudo privativas de la burguesía acomodada, cuando no en prácticas elitistas. En la actualidad, aunque en contextos diferentes y con una enorme variedad casuística, la configuración de los usos y las representaciones del cuerpo a través de las distintas capas sociales muestra una gran semejanza con los procesos tradicionales de conformación y perpetuación de la distinción: menosprecio del gusto y la apariencia comunes, transformación paulatina de la sensibilidad, exhibición y exaltación de los rasgos corporales diferenciales adquiridos, redefinición de dichos rasgos así como del proceso de adquisición de modo que estos aparezcan como sustanciales, patrimonialización de los valores y hábitos de la excelencia mediante la imposición de barreras simbólicas y físicas, etc.

Se puede decir, en este sentido, que la imagen del cuerpo es una seña de identidad, sí; pero lo es, sobre todo, en tanto que a través de ella cristaliza la dialéctica de la diferencia. Es decir, por cuanto la imagen hegemónica y a menudo privativa del cuerpo se opone y se diferencia de la contraimagen del cuerpo; por cuanto se opone y se diferencia de la apariencia de quienes en el proceso de ruptura cultural fueron quedando situados, de una u otra forma, en los márgenes de la cultura legítima. La relevancia social del cuerpo reside, entonces, en que la imagen que proyecta es un lugar común que ha servido y sirve para calificar y clasificar; para conferir legitimidad a la jerarquía:

- Desde las prácticas de bricolage corporal hasta la expansión de los movimientos corporeístas de índole naturista, el cuerpo aparece como un operador escenográfico en el que las transformaciones de la apariencia -más o menos estables- están destinadas a legitimar el código de las diferencias.

- Desde los infinitos usos mediáticos del body -con el cuerpo deportivo a la cabeza, o el cuerpo pasarela, o el manido cuerpo saludable- hasta las más modernas expresiones del body-art, el imaginario en el que el cuerpo se configura, se revela también y esencialmente como una antonomasia del poder y de la distinción: quizás de clase, quizás de género, quizás de etnia, indudablemente como un síntoma del narcisismo, pero, en todo caso, como una epítome de las desigualdades sociales y, por extensión, de la marginalidad y la exclusión.

- Desde los renovados y hoy ya abultadísimos discursos filosóficos del cuerpo hasta la propaganda pseudoética sobre el orden y el desorden somático, el cuerpo, por paradójico que parezca en este momento de globalización, en este tiempo de homogeneización de gustos y de gestos, se configura como uno de los más contundentes mecanismos a través de los que se naturaliza el código no escrito de las polaridades culturales: el código carnalmente inscrito de lo culto frente a lo vulgar, de lo refinado frente a lo tosco, de lo armónico frente a lo grotesco, de lo distinguido frente a lo "distinto"; causa y efecto de las insuperables fracturas que el capital físico (transmutado en capital simbólico, o viceversa) abre, a la par que el capital económico ejerce de mecenas de la cultura legítima, es decir, hegemónica. Y es que como señala Conquergood1 : "...antes de que se tatúen los cuerpos con la insignia de la banda, los jóvenes urbanos ya están marcados por imágenes estigmatizantes de la pobreza, el prejuicio y la patología, producidas por el discurso oficial de los mass-media, del sistema legal y de las instituciones públicas...".

El cuerpo es, entonces, sí, un símbolo de nuestro tiempo, pero; 1) no es nuevo que el cuerpo sea un símbolo social; 2) no es un símbolo políticamente neutro y, desde luego; 3) no es un símbolo unívoco:

Primero: que no es nuevo que el cuerpo sea un símbolo social, lo pone de relieve que tantas culturas a lo largo de la historia hayan sido calificadas como somatocéntricas; que tantas civilizaciones hayan hecho de la apariencia un instrumento de clasificación moral, de exaltación o exclusión de individuos y grupos; y que en definitiva, de forma tan recurrente haya constituido un eje de interpretación de la realidad.

Segundo: que no es un símbolo políticamente neutro también se puede constatar, incluso, si analizamos sólo de forma superficial la historia de las relaciones cuerpo-sociedad. Desde la antigua civilización India en la que las funciones orgánicas situaban al individuo en un lugar determinado de la estructura de castas, hasta la reciente civilización medieval en la que la sociedad era representada orgánicamente y cada uno de los estamentos asimilado a según qué función más o menos noble del cuerpo social, todas las culturas han encontrado en los rasgos físicos elementos de diferenciación política. En la civilización occidental, heredera ideológica de la tradición órfica y del dualismo doctrinario, la separación entre el cuerpo y el alma remite aún a una distinción esencial entre trabajo manual y trabajo intelectual, entre sensibilidad y reflexión, incluso entre femenino y masculino; de donde la representación y los hábitos del cuerpo se imponen como coartada y como fundamento naturalizado de la dominación de clases, de la dominación racial -muy a menudo correlativas- y, desde luego, como fundamento de la dominación masculina.

En la medida en que se configura, según hemos apuntado, como un marcador social y cultural, como un operador escenográfico de las diferencias, el cuerpo no es ni puede ser un espacio neutro; es, como la propia experiencia, en cuyos límites se configura la corporeidad, un espacio de producción ideológica; un espacio político sobre el que se articulan redes de saber y de poder.

Tercero: que no es un símbolo unívoco lo advertimos en la diversidad de representaciones que muestra y en la escala de valoraciones que sugiere; ninguna cultura es ni tan compacta, ni tan homogénea, ni tan libre de tensiones que permita hablar del cuerpo en un sentido unitario, natural o, al menos, común. Si el cuerpo es un lenguaje de la identidad social lo es, especialmente, en el sentido de que expresa la diferencia: no ya la diversidad o la multiplicidad cultural, sino la diferencia entendida como distancia entre el cuerpo legítimo y el cuerpo no legítimo2 ; como distinción entre el cuerpo y el contracuerpo que la posición social y el capital somático adquirido determina.

De la misma manera que no existe ninguna práctica independiente de los gustos y necesidades de clase e, igualmente, ningún hábito que sea independiente de una ideología por la que se define, tampoco la representación del cuerpo sobre la que se sustenta cada práctica está exento en su configuración de dichos gustos, necesidades y elementos ideológicos. Vale decir, entonces, que todo orden político se produce conjuntamente con un orden somático, donde no sólo la apariencia corporal actúa como un intermediario de la condición moral -según cierto código que históricamente ha hecho de la fisiognomía un indicador semiótico de la virtud- sino donde, sobre todo, la presentación del cuerpo y, en general, los usos corporales funcionan como un dispositivo político de las diferencias culturales. Es vedad que, a veces, el trabajo sobre la apariencia funciona como dispositivo político de resistencia o, al menos, de contestación: esa ha sido históricamente la función política del grotesco, de la exageración o de la inversión estética en las culturas populares y lo es en la actualidad en las culturas marginales. Pero en la medida en que la cultura dominante se racionaliza, la apariencia se muestra mucho más frecuentemente como dispositivo político de exclusión. El cuerpo es, en este sentido, centro de tensión entre la identidad y la diferencia.

Donde en otro tiempo la fusión cultural entre ética y estética hizo de la apariencia un correlato de la interioridad espiritual que condenaba a la exclusión a enfermos y contrahechos o a todos aquellos cuya imagen delataba una identidad racial proscrita por el orden dominante, hoy, una lógica cultural no muy diferente, sigue produciendo perversamente marginalidad. En el contraste de los consumos corporales a lo largo de las distintas capas sociales y étnicas, pero también en el contraste de la apariencia corporal así como de las valoraciones sociales que estas reciben, se constata la permanencia de aquel imaginario cultural que desde muy pronto supo legitimar la distinción social sobre la imagen y sobre las expresiones del cuerpo.

En este contexto, bajo esta clase de análisis, la educación física, que se define a sí misma como la disciplina escolar que se ocupa expresamente del cuerpo: qué hace y qué puede hacer?, en qué consiste el trabajo que sobre el cuerpo lleva a cabo la educación física escolar?, de qué cuerpo habla y de qué cuerpo se ocupa?, qué cuerpo es el que le interesa y bajo qué lógica lo trata?

Para responder a estas cuestiones nos situamos en un marco teórico que podríamos calificar como híbrido y premeditadamente indistinto en el que hacemos uso tanto de elementos propios de la teoría foucaultiana del poder como de la pedagogía crítica. De Foucault tomamos, sobre todo, el tratamiento epistemológico de las relaciones entre saber y poder; de la pedagogía crítica, las consideraciones a propósito del multiculturalismo y de las relaciones de dominación cultural las cuales encuentran en la institución escolar uno de sus principales instrumentos de legitimación. En todo caso, y con el objeto de analizar el lugar de los cuerpos dentro de dicha institución, contamos también con elementos recurrentes de la sociología constructivista, y por lo tanto del relativismo cultural, en cuanto que estos nos permiten comprender de qué manera ese objeto por antonomasia político que es el cuerpo ha sido redefinido como objeto pedagógico de la mano de la educación física; es decir, bajo qué condiciones ha sido desposeído de los caracteres que configuran su inserción histórica (dentro de un espacio de tensiones entre la identidad y la diferencia, entre lo individual y lo colectivo, entre la autonomía y la dependencia) para ser redefinido según la lógica de la escuela: convertido en un objeto abstracto, un objeto vacío y disponible, al que la institución educativa atribuye, más que descubre, cualidades y carencias, capacidades y necesidades, propias del discurso y de los recursos académicos; en todo caso, habilitado para incorporarse a la liturgia de la práctica escolar donde ejercicios, juegos y toda clase de actividades, con sus rituales didácticos y su escenografía pedagógica, parecen no cumplir otra función que la de legitimarse a sí misma.

No se nos puede escapar que todo discurso que interpreta y concibe las "cosas del mundo" las ordena y las clasifica de un modo contingente, casi siempre con verosimilitud lógica y, a menudo, con suficiente fuerza como para hacer de sí un modelo de percepción, una estructura de significaciones, de valoraciones y de acción; es decir, con capacidad para construir el "mundo de las cosas". Pues bien, bajo una bien elaborada verosimilitud lógica y clasificatoria, el discurso de las capacidades físicas -y la consabida práctica que las legitima- no es ajena a esta condición de estructura estructurante, en este caso de la corporeidad pedagógica, que se resume básicamente en una división binaria, superficialmente técnica (cualificado/no cualificado), bien adaptada a los modelos tecnocráticos; en cualquier caso, se trata de un discurso configurado históricamente a través de luchas simbólicas y determinando por los eventuales modos de entender la relación cuerpo-autoridad-disponibilidad que trasciende la propia historia de los usos corporales y enmascara las fracturas culturales que imponen sus representaciones. A este respecto, si al carácter contingente de las cualidades físicas sumamos la contingencia de su administración política no podemos sino dudar de que aquellas sean relevantes para la vida física de todos o de la mayoría de los individuos; al menos, hemos de dudar de que su relevancia sea tanta que refuerce, apuntale o perfile lo que respecto de su vida física aprende el sujeto en su ámbito doméstico y que como patrimonio de clase lleva ya inscrito en su cuerpo cuando entra en la escuela. Quiero decir que la significación de los aprendizajes depende principalmente de la identidad cultural y de su adscripción a un cierto modelo de cuerpo y de práctica corporal, pero también muy especialmente de las expectativas de clase y de género y de etnia en las que el sujeto se ve involucrado, así como de los recursos simbólicos y prácticos con los que dicho sujeto cuenta. Por lo tanto, la aplicación universal de las categorías académicas de los aprendizajes del cuerpo constituye, además de una arbitrariedad pedagógica, un ejercicio de imposición cultural.

Detengámonos a pensar unos momentos en las razones últimas de la orientación mayoritariamente lúdica de los contenidos y de las estrategias de la educación física: mediante el espejismo pedagógico del aprendizaje a través del juego y, desde luego, bajo la máxima del capitalismo tecnocrático -redenominado por los tecnóctratas como sociedad del ocio- no estaremos legitimando los ideales culturales de la clase ociosa y atendiendo en exclusiva a las necesidades y expectativas de los modelos de cuerpo de dicha clase? Si, a diferencia de como pretenden los prosélitos del neoconservadurismo, las clases sociales no sólo no han desaparecido sino que se han afianzado tanto como se abre la brecha que las separa, qué análisis merece la persistencia de modelos de actividad física que, indudablemente, son de clase?.3

Parece evidente que la estrategia de lucha por parte de la clase dominante ha adoptado en las últimas décadas una nueva dimensión consistente sobre todo en la invisibilización de las clases dominadas, especialmente en la invisibilización de sus cuerpos separándolos no sólo de los centros neurálgicos del poder sino de los escenarios de la vida pública. Y la escuela como espacio público no es ajena a este proceso sino que participa abiertamente en la regulación política y en la construcción de un orden moral al servicio o, por lo menos, al lado del poder. La educación física, como tecnología pedagógica que actúa sobre los cuerpos participa directamente en la construcción y reconstrucción de las identidades y de las subjetividades somáticas de modo que no se puede ocultar que esté contribuyendo a la invisibilidad de los cuerpos que la historia situó en los márgenes de la cultura física. Pero esta invisibilidad no consiste tanto en que la educación física escolar ignore los cuerpos en su pluralidad e, ignorándolos, los haga invisibles para el tiempo y el espacio estrictamente escolares; en la medida en que opera sobre los signos de la carnalidad misma de los sujetos, se constituye como un administrador del lenguaje corporal posible -el hegemónico- que impide organizar la experiencia corporal, más allá de la escuela, desde la diferencia.

Cada sociedad, señalaba Foucault, tiene su régimen de verdad, su política general de la verdad o, lo que es lo mismo, tipos de discursos que acepta y que hace funcionar como verdaderos, con sus propios mecanismos de producción y de transmisión. Esta aseveración, que constituye uno de los ejes de la teoría foucaultiana del poder, es esencial a cualquier planteamiento constructivista, al relativismo histórico y, en definitiva, a cualquier formulación de la pedagogía crítica, si bien para dar lugar a propuestas no siempre coincidentes. Si la aceptamos, hemos de decir que la escuela y, dentro de esta, las materias en las que se sustancia, los procedimientos que emplea, las estructuras organizativas que la sostienen, los idearios que la informan y la conforman, etc. son un subproducto de cierta economía política de la verdad que a su vez contribuye a la configuración del régimen de verdades en el que la propia escuela adquiere un sentido y una función legitima; un espacio de producción ideológica que, empleando la terminología más clásica de la teoría crítica, estaría destinado a perpetuar las condiciones del sistema.

A este respecto, lejos ya de las posturas idealistas que consideraban la educación en abstracto y al margen de los medios sociales concretos, se nos muestra inequívocamente como un apéndice administrativo encargado de inculcar el régimen de verdades establecido por y para la fracción dominante de la sociedad; como una institución, por tanto, configurada al servicio de la cultura dominante. Los planteamientos sociológicos llevados a cabo desde principios de los años setenta por Pierre Bourdieu, por Jean-Claude Passeron, por Luc Boltanski, por Claude Grignon, por Basil Bernstein o, en España por Carlos Lerena, entre muchos otros, lo ponen de relieve desde distintas perspectivas:

Claude Grignon, por ejemplo, señala que "la Escuela contribuye directamente al refuerzo de los rasgos uniformes y uniformizantes de la cultura dominante, y al debilitamiento correlativo de los principios de diversificación de las culturas populares"4 ; asegura y consagra las culturas escritas, el saber letrado, general y universal, la técnica elaborada, la abstracción, la medición formal e infinitesimal, la concepción acumulativa del saber, la regulación de las tareas en función del tiempo patrón del reloj, la imposición de reglas en materia de gramática, de léxico, de pronunciación, de estilo, etc. es decir, se sitúa en una perspectiva legitimista en la que el uso popular, local, vernacular -y por extensión podríamos decir que de todos los grupos no dominantes- son percibidos como una desviación de la norma, del buen uso, del buen gusto, como una falta que es preciso corregir.

También Carlos Lerena, contrariando los planteamientos idealistas y esencialistas de la educación, señalaba en "Escuela, ideología y clases sociales en España" que cada "...cultura o modo de vida que en un contexto dado imponen e inculcan los educadores es siempre un producto histórico, cuya única racionalidad se mide en función de su grado de adecuación a unas circunstancias concretas, a unos particulares medios sociales, de los cuales esa cultura determinada es expresión".5 Esto que vale para la noción de cultura desde el punto de vista antropológico ha de valer también para la noción de cultura en el sentido sociológico, de donde ninguna cultura, en este caso ninguna cultura de clase, es más legítima que otras, ni más natural, ni más auténtica, aunque en virtud del poder de los miembros de las clases dominantes haya en cada caso una cultura hegemónica, con mejores condiciones para hacer prevalecer su posición; es decir, con mayor capacidad para legitimar e imponer el propio régimen de verdades y, con él, el universo simbólico, emocional, ideológico y práctico que dicho régimen implica. Lo que quiero decir es que en una sociedad dada, en cada sociedad, que como decíamos más arriba no es compacta ni unívoca, han de coexistir y pugnar tantos regímenes de verdad como fracciones identitarias resultan de las diversas brechas culturales y de poder donde cada fracción cultural es, a la postre, el resultado de unas condiciones sociales y de unas necesidades concretas que la definen.

En todo caso, como la escuela, por definición, regula o administra cierto orden de la verdad y, por otro lado, no hay una escuela por cada una de las fracciones sociales que pueda funcionar de manera relativamente autónoma, esta se configura siempre como un mecanismo de inculcación de la verdad dominante: particularmente, en nuestro entorno cultural y académico, la verdad que descansa en la epistemología positivista fundada en una racionalidad mecanicista y acumulativa del saber y que define la ciencia como un saber unitario y de validez transhistórica en cuyo marco se construye la razón técnica -pretendidamente legitimada como razón instrumental y políticamente neutra- a resguardo de condicionantes ideológicos, materiales o culturales; marco, por cierto, en el que encuentra acomodo el didactismo meritocrático que, frente a la consideración del conocimiento como un proceso dialéctico y como acuerdo intersubjetivo, constituye un anclaje ideológico para la sociedad de clases, mas allá de constituir también, según la terminología althuserriana, un aparato ideológico del estado.

De este modo, la institución escolar no sólo inculca el régimen de verdades dominante. Lo inculca al servicio de la dominación cultural y, en ese sentido, se configura como un mecanismo de homogeneización muy parcial puesto que esta resignificación de la verdad sólo puede circunscribirse a los materiales básicos de la cultura escolar la cual, ni siquiera puede ser incorporada de forma equitativa por todos los miembros de la comunidad, dado que, muy probablemente, posean percepciones y significaciones diferentes sobre dichos materiales y sobre el sentido existencial que estos puedan tener según el estrato social de procedencia. Así, la escuela no sólo pone en evidencia la distancia entre los regímenes de verdad de las distintas fracciones; lejos de atenuar las diferencias, tiende a magnificarlas al ejercer de mediador cultural pretendidamente neutro. En cierto modo, se puede decir que la propia legitimidad de la acción escolar -a la que posiblemente vayan todos pero que en ningún caso es de todos- descansa en que pone de relieve las diferencias culturales, aunque bajo la promesa de disolverlas en el orden meritocrático. Porque, no lo olvidemos, en la escuela no se enseñan ni se transmiten todos los dispositivos culturales de la clase dominante, ni mucho menos las herramientas operativas y simbólicas de esta, sino sólo un breve repertorio de sus contenidos de donde la homogeneización cultural es doblemente perversa. Doblemente perversa en la medida en que a la maniobra de desposesión cultural se suma la maniobra de transmisión, sobre todo, del código que hace que la cultura dominante llegue a ser apreciada por todos como superior y como deseable pero inasequible para la mayoría; al menos, para la mayor parte de quienes no pertenecen a una fracción social dominante.

A este respecto, a pesar de los cambios culturales que se han venido produciendo en las últimas décadas, me parece que mantienen toda su vigencia muchos de los planteamientos de la teoría de la reproducción que a principios de los setenta formularan Bourdieu y Passeron. A pesar de los matices que hoy pudieran hacerse a las formulaciones de entonces creo aún puede aportar elementos de análisis valiosos especialmente donde, a propósito de las desigualdades sociales, planteaban que las ventajas de los estudiantes de las clases superiores se hacen tanto más evidentes cuanto más nos alejamos del inventario de contenidos enseñados y controlados por la escuela. Si este inventario opera como factor de legitimación del gusto dominante (y de homogeneización de la sensibilidad de acuerdo con dicho gusto), la dificultad efectiva de las clases no dominantes para acceder a las prácticas en las que dicho gusto se expresa, opera abiertamente como elemento de distinción. Tanto más por cuanto que sabemos que, efectivamente, los miembros de las clases no dominantes abandonan el sistema escolar mucho antes de lo que lo hacen los miembros de las clases y cultura dominante.

Historicidad de la educación física

Donde Foucault decía régimen de verdad, digamos universo simbólico y práctico de las operaciones del cuerpo; digamos, economía de los gustos, compromiso con la apariencia, orden del cuidado físico, régimen de la salud, imaginario de los sentidos, representación de la eficacia corporal, administración del placer; digamos, por ejemplo, emotividad somática.

Ahora podemos precisar mejor la pregunta que formulábamos con anterioridad, en qué consiste la educación física escolar?, qué operaciones realiza sobre los cuerpos?, cómo trata la diversidad corporal si es que acaso la trata?, cómo asume las diferencias de autocomprensión del cuerpo propio por parte de los escolares?, cómo se ocupa de las diferencias en cuanto a las percepciones, expectativas y necesidades de estos?, qué lenguaje emplea para referirse a las categorías pedagógicas del cuerpo?, integra las prácticas populares de automodificación del cuerpo propio o sólo las propias de la clase o grupos sociales dominantes?, cómo califica a unas y a otras?, cómo consideran los profesores (y el discurso oficial) de educación física la cuestión la interculturalidad y, sobre todo, la cuestión de la hegemonía de clase?, de qué cuerpo habla el discurso técnico de la educación física y en qué medida este discurso oculta su contribución a la gran operación del buen encauzamiento?

Abordar estas cuestiones requiere, desde nuestro punto de vista, cambiar la perspectiva de análisis de la educación física tradicionalmente asentada en la razón técnica -digamos, de corte funcionalista-, hacia una perspectiva crítica que permita conjugar todos los dispositivos sociales y culturales, políticos y administrativos, históricos y económicos, concurrentes en su configuración. Sería necesario trascender, en todo caso, de la consideración de la educación física como particular momento escolar en el que la experiencia es un mero proceso de construcción de la motricidad a la consideración de la educación física como un espacio político en el que la experiencia es un nudo de tensiones culturales sobre el que inciden y confluyen distintas operaciones disciplinarias; dicho de otro modo, habría que trascender de la consideración del cuerpo como un espacio neutro sobre el que se articulan cualidades y recursos técnicos según una relación de enseñanza-aprendizaje, a la consideración del cuerpo como un espacio de permanente producción ideológica sobre el que se articulan redes de saber y de poder según una relación que es, antes que nada, política. Aquí, el desarrollo diferenciado y desigual de los cuerpos ya no es una mera variabilidad técnica que, como resultado funcional, ofrece la relación entre el patrimonio biológico individual y los medios pedagógicos disponibles sino la semiótica de una fractura social que la escuela no es capaz de interpretar.

Si la escuela, como plantean algunos teóricos de la pedagogía crítica, es un dispositivo administrativo de los estados modernos cuyo cometido principal, aunque no explícito, es inculcar el régimen de verdades hegemónico, y donde los aprendizajes son sólo una función secundaria, contingente e incluso arbitraria, entonces la educación física, en tanto que materia escolar históricamente configurada en el seno de dicha institución y al amparo del régimen de verdades que esta legitima, no puede ser entendida de otro modo que como un apéndice racional, moderno y urbano que las sociedades occidentales han introducido en la esfera institucional como mecanismo público al servicio del arte de gobernar el cuerpo. Un arte en el que si importa qué, cuánto y cómo se enseña, importa mucho más que el conjunto de operaciones sirvan al proceso de legitimación y reproducción de los patrones culturales hegemónicos; un arte en el que, en última instancia, el sujeto es considerado en abstracto, casi como un ente orgánico -desligado de sus condiciones sociales y culturales, de sus necesidades y deseos íntimos- para convertirse en receptor de habilidades y, sobre todo, en receptor de ciertos consumos de práctica corporal que si por una parte tienden a cierta homogeneización cultural por vía de la colonización de gestos y gustos, persisten, de hecho, en el mantenimiento de las brechas de la distinción social. Un arte, por tanto, en el que, por ser contingente de una historia política concreta y tributario de las tensiones culturales de la civilización, es mucho más definitorio el universo simbólico e ideológico que transmite y reproduce que los contenidos y los métodos que emplea, aunque unos y otros mantengan una relación solidaria: lo que hace menos sospechoso y más efectivo el ejercicio de la inculcación porque al fin y al cabo el repertorio técnico de los contenidos y de los métodos imprime legitimidad (técnica) al fondo ideológico en el que dicho repertorio se sustenta. Estamos hablando de la concepción instrumental del cuerpo y de las habilidades; de la concepción de la experiencia corporal como acumulación de actividades; del desarrollo corporal como incremento cuantitativo de las producciones físicas; de la salud y del bienestar como regularidad orgánica subordinada a los cánones meritocráticos; del uso del tiempo libre como mecanismo interiorizado de descompresión psicológica cada vez más ajustado a los criterios y a los modelos del cuerpo deportivo; de la idea de aptitud como dispositivo de rendimiento suplementario valorado a menudo según criterios orgánico-biológicos; en definitiva, estamos hablando del cuerpo de la modernidad tecnológica y racional que disuelve la inquietud política en el binomio producción-ocio activo o, más propiamente, en el binomio producción-ocio productivo.

En numerosas ocasiones se ha planteado, como crítica a las formulaciones reinantes de la educación física, (especialmente a las formulaciones amparadas por el didactismo) que esta ha ignorado el cuerpo. Desde mi punto de vista, no es tanto que lo haya ignorado como que lo ha sometido a un régimen de verdades que ha eludido sistemáticamente considerar su carácter cultural; no ya el carácter cultural de las producciones corporales sino el de la apariencia y de las valoraciones que esta recibe en todo orden social. Es decir, ha eludido considerar el carácter históricamente construido del cuerpo y la configuración dialéctica de sus significados. En general, ha evitado toda discusión política sobre el cuerpo, lo que en sí mismo constituye una posición política de escape por cuanto tiene de esquematización de la realidad y, en definitiva, de simplificación dominomorfista de dichos significados. Se puede decir, a este respecto, que la educación física escolar reduce el cuerpo social que es múltiple y complejo, con fracturas, con interdependencias asimétricas y fruto de las tensiones que propician las desigualdades sociales y las diferencias de capital cultural, al cuerpo unitario y simple que el discurso técnico legitima. Sea cual sea la orientación pedagógica que le da cobertura (de corte más lúdico, más deportivo o más higienista; como "aprender a moverse", "moverse para aprender" o "moverse por pelotas")6 , se erige en mecenas pedagógico que salvaguarda los modos legitimados e institucionales de tratar con el cuerpo; unos modos que disuelven la multiplicidad somática en el cuerpo arquetipo e isomorfo de la cultura hegemónica, es decir, en el no cuerpo. Para ello, a menudo, emplea la imagen que proporciona el cuerpo anatómico, la cual, bajo la apariencia de la neutralidad y de la naturalidad orgánica, se configura como una verdadera metáfora del poder. No pocas veces, los preceptos que proporciona el imaginario igualitarista del cuerpo deportivo -en el que tantas veces se amparan las operaciones pedagógicas de la educación física- se constituye como una llamada al conformismo social. Así, cuando en la literatura pedagógica de la educación física aparece definido el concepto de cultura física, que invariablemente viene asociado a la práctica deportiva, suele presentarse como suma uniforme y compacta de movimientos, se diría que como un subproducto biológico antes que como una realidad histórica, disolviendo con ello toda la diversidad que la historia depara. Se tiende a considerar la cultura física, en este sentido, como algo macizo y objetivo contenido en una serie acumulativa de técnicas corporales, social y políticamente indiferenciadas, de donde la educación física se constituye como el mediador técnico que la institución escolar aplica para transmitir sus productos, también indiferenciadamente a todos los grupos sociales, sin reparar en que el inventario pedagógico de dicha serie acumulativa, dadas las diferencias de capital cultural del cuerpo, no mantiene una relación igualitaria, ni políticamente neutra, ni desde luego epistemoló-gicamente objetiva con respecto al sistema de valores y percepciones que poseen las diversas fracciones sociales.

De este modo, las diferencias en cuanto a la destreza y capacidad física, de predisposición al aprendizaje corporal, de hábito e, incluso, de interés, observables entre sujetos que están situados en diferentes niveles de la estructura social y poseen imaginarios corporales distintos son, a menudo, codificadas según los parámetros orgánico-biológicos y quizás psicológicos; la actitud, como disposición natural. Es decir, son interpretadas como el resultado de la pura y exclusiva variabilidad individual en respuesta a un proceso educativo pretendidamente neutro que, supuestamente, no haría otra cosa que traducir cada respuesta al código meritocrático en términos de éxito o de fracaso individual. Pero, los propios conceptos de destreza y capacidad física, de aptitud o disposición corporal, de hábito, de interés o de actitud, así como el tipo de habilidades que configuran los contenidos, los métodos y la ideología subyacente a los curricula oficiales de la educación física, constituyen una expresión genuina de cómo la razón técnica tiende a salvaguardar el discurso de la neutralidad política de los objetos y de los productos de la cultura física, eludiendo, así, el análisis de la transmisión de usos y representaciones corporales como un ejercicio de sometimiento a un poder pedagógico que necesariamente, al presentarse como ajeno a los condicionantes de clase, provoca desclasamiento. En suma, la educación física, ciertamente, no ignora al cuerpo pero lo atiende desde presupuestos de dudosa pertinencia política en relación con las fracturas que presenta la sociedad y en los conflictos que históricamente la configuran.

Parece claro, entonces, que si la significación de los aprendizajes corporales dependen principalmente de la identidad étnica, de la adscripción cultural a un cierto modelo de cuerpo y, especialmente, de las expectativas de clase en las que el sujeto se ve involucrado, debatir sobre la pertinencia escolar de la educación física exige la revisión profunda de conceptos tales como salud, capacidad física y eficiencia física, el propio concepto de actividad física y, más allá de ellos, los conceptos de desarrollo y realización personal, relacionados casi de forma axiomática con significantes corporales que, por extensos que ya sean, se afirman en la negación de el otro y de lo otro.

No cabe duda de que la práctica deportiva, con el estilo de vida deportivo y con hábitos quasideportivos propios de una lógica corporal eurocéntrica y, por añadidura, de clase se constituyen a este respecto como fundamentos técnicos universales de las categorías académicas del cuerpo los cuales acaban operando como un apéndice ideológico y cultural en el proceso de legitimación de dicha lógica. Pero en ningún caso se trata de centrar el debate sobre el carácter deportivista de los contenidos y métodos de la educación física donde la alternativa vendría dada por un proceso de des-deportivización que, de hecho, ya se ha producido en muchos ámbitos sin que haya variado la cuestión de fondo. De lo que se trata es de superar la lógica académica sobre la que se construye el cuerpo educado y de la cual el deporte es sólo un exponente; la expresión de un dispositivo ideológico anticontestatario -ni mucho menos, la causa- que, en todo caso, nos advierte del desigual reparto de recursos simbólicos en la construcción de la educación física como materia pedagógica.

A este respecto, si antes nos hemos preguntado por las razones últimas que orientaban la educación física hacia contenidos y métodos de carácter lúdico, hemos de preguntarnos, también, cómo dar legitimidad pedagógica a ciertos conceptos recurrentes -y a menudo claves de la educación física moderna- cuando los extraemos del contexto privilegiado y de clase en el que se fueron elaborando. Por ejemplo: Qué significado puede tener para los cientos de miles nuestros convecinos de los suburbios los conceptos de transferencia motriz, habilidades sociomotrices, comunicación y contracomunicación motriz en la situación de juego, feed-bak perceptivo en la toma de decisión, incertidumbre informacional? Qué significado práctico puede darle al concepto mismo de resistencia quien desde las siete de la mañana y hasta entrada la noche, quizás con menos de doce años, ha de ocuparse de rastrear las calles de la ciudad para conseguir el sustento corporal? Qué, el concepto de interval-training a quien ni siquiera puede parar a comer un bocado en su trajín diario? Qué sentido, el concepto de fuerza a quien con esas mismas edades ya sabe lo que es el diario esfuerzo de cargar y descargar camiones o empujar carretones para sobrevivir?

Si no somos capaces de responder a estas cuestiones, donde el discurso técnico pierde su pie de apoyo, hemos de poner en duda que la educación física responda a las necesidades que crea nuestra sociedad en términos de desarrollo de funciones motrices, o de capacitación física, o de acopio de destrezas, o de mejora de la salud entendidas estas como los elementos de una mediación neutral sobre unos cuerpos también considerados neutros desde el punto de vista social y político. Más bien, hemos de considerar que dicha intervención constituye un dispositivo administrativo para la construcción de un nuevo sujeto donde las continuidades y discontinuidades históricas en el desarrollo de los usos corporales son suplantadas por la permanencia sustancial de la anatomía. Diríamos que se trata por tanto de una parte fundamental del proceso de fabricación de los cuerpos mensurables de acuerdo con las condiciones de eficacia productiva y reproductiva que impone la racionalidad instrumental de la sociedad de consumo; mensurables tanto en sus fuerzas productivas -redefinidas en términos de habilidad, destreza, capacidad o cualidades físicas-, como en sus fuerzas políticas -redefinidas en términos de aplicación, interés, motivación, adaptación- las cuales son siempre fuerzas productivas y fuerzas políticas dispuestas a preservar y extender el orden corporal dominante, es decir: cierto orden regular y previsible en el comer, en el dormir, en la fiesta, en el trabajo, en el descanso, en la higiene, en cuidado físico, en los aderezos corporales, en la organización gestual, en la emotividad somática y, en general, en el actuar con el cuerpo y sobre el cuerpo coincidente con las necesidades y con la lógica dominomorfista.

Podemos definir genéricamente la educación física como toda intervención a través de la que se inculca un repertorio práctico, pero también emocional e ideológico sobre el cuerpo; entonces volvemos al principio: la educación física es un poder que se ejerce institucionalmente sobre el cuerpo de los demás; un poder que, bajo la ilusión libertaria del cuerpo que se mueve y se expresa, queda prendido en una continuidad vigilante que lo tematiza y sistematiza; un poder en el que lo más íntimo de la economía afectiva del sujeto, la libre disposición de la experiencia corporal, queda violentamente sustraída del domino personal bajo la obligación de moverse, de moverse ante los demás, de moverse "bien" o de ponerse en forma, que a fin de cuentas es la antonomasia de la ética y de la estética hegemónicas. Podríamos decir, en este sentido y como reflexión conclusiva, que si la cultura escolar tiende a disolver la diversidad pero mantiene intactos los resortes de la desigualdad, por extensión, en lo que a la cultura física se refiere, la educación física escolar disuelve la diversidad práctica y simbólica del cuerpo pero apuntala la desigualdad que en origen constituyen las marcas corporales: algunas tan permanentes como las que imprime el género o la etnia y otras aparentemente no tanto como el aliño, la pose o el gesto constituidos, a la postre, como imborrables marcadores de clase. Si, en todo caso, el orden de las diferencias de la cultura física es la resultante de la multiplicidad de modos de organizarnos corporalmente, en dicha resultante opera no tanto la diferencia en términos de diversidad como en términos de desigualdad; sobre todo, en la medida en que las reglas del juego que configuran dicha diferencia corporal son también dispositivos del estilo de vida dominante; esos por los que somos situados selectivamente, cada cual, en el centro o en la periferia del mapa de los gustos y de los gestos según una aviesa economía cultural del cuerpo donde también hay usos privilegiados, prácticas subvencionadas y hábitos protegidos frente a otros que, sostenidos en una precaria política de subsistencia, a penas pueden resistir los aranceles a los que el libre mercado de la apariencia los somete.

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El siguiente artículo es producto de una ponencia presentada en el Segundo Congreso Nacional de Historia de la Educación Física realizado en Bogotá, Colombia en abril del 2005.

1 MCLAREN, P. Pedagogía crítica y cultura depredadora. Paidós, Madrid, 1997, p. 30.

2 Según la terminología empleada por Pierre Bourdieu. BOURDIEU, P. Notas provisionales sobre la percepción social del cuerpo. En Wrigth, C. -dir.- Materiales de sociología crítica. La Piqueta, Madrid, 1982.

3 Consideremos a este respecto que ni mucho menos el juego es ese espacio neutro de práctica creativa que el didactismo ingenuo ha pretendido como salvaguarda, precisamente, de los valores tecnocráticos. Véase, a este respecto, VICENTE, M. y BROZAS, M. P. "La disposición regulada de los cuerpos. Propuesta de un debate sobre el estatus sociocultural de los juegos tradicionales. Revista Apunts. Barcelona, 1996, pp. 6-16.

4 GIGNON, C. Cultura dominante, cultura escolar y multiculturalismo popular. Educación y sociedad, No. 12, 1993, p. 129.

5 LERENA, C. Escuela, ideología y clases sociales en España. Ariel, Barcelona, 1980, p. 58.

6 Véase: VICENTE PEDRAZ, M. "La mirada del otro; escuela, cuerpo y poder". Revista Novedades Educativas, No. 157, Bs. As., 2004, pp. 4-13.

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